LA TORRE DE BABEL

“El origen afectivo del lenguaje es al mismo tiempo el comienzo de su separación en diferentes y múltiples lenguajes: la adquisición de la autocomprensión en el círculo íntimo de la solidaridad familiar se paga con la pérdida de la comunicación universal entre iguales. Los pueblos se van haciendo más extraños entre sí a medida que se afirman los individuos…”

Hans Robert Jauss, Las transformaciones de lo moderno, p.32

 

La cita de Jauss, que analiza el pensamiento de Rousseau, parece dar una explicación un tanto más científica que la de la Biblia al misterio de las múltiples lenguas. Es elocuente en cuanto a su punto de vista, y desde aquí nos propusimos investigar qué sucede con la lengua española con miras a una nueva Torre de Babel en formato reducido.

Resultaría un experimento interesante poner a un español, un mexicano y un argentino en el mismo cuarto (sólo por tomar extremos del castellano: este, norte y sur). Para ser más específicos, podríamos poner en un cuarto a tres octogenarios y, en el otro, a tres adolescentes. La prueba no fue hecha (aún), pero creemos que se podrían encontrar resultados sorprendentes en cuanto a la lengua que cada uno habla.

Sin entrar en detalles científicos sobre los requisitos de la experiencia (consideración de variables, locación específica de cada uno de los hablantes, clase social, etcétera), podríamos suponer que, en un principio, todos se entenderían, pero no sin presentar ciertas complicaciones. Asimismo, es de esperar que existan menos diferencias en los idiomas que hablan los grandes con respecto al que hablan los chicos. ¿Por qué?

Como dice el epígrafe, estamos en constante búsqueda de una reafirmación como individuos y como individuos pertenecientes a un pueblo. Vosear a nuestros interlocutores nos distingue como argentinos de casi todo el resto de los hispanohablantes, y de alguna manera es un orgullo que no estamos dispuestos a negociar (todos sabríamos tutear a alguien llegado el caso, pero generalmente preferimos mantener nuestra lengua tal como la usamos). ¿Y nuestros interlocutores nos entienden? Sí, pero ellos no dejarán de tutearnos. Cada uno utilizará su idiolecto, pero todos estarán hablando el mismo idioma.

Las diferencias en los sonidos ni las tocaremos, pues son muy obvias. Sin embargo, al pensar en una lengua, generalmente pensamos en el léxico, en las palabras que usamos. Y son mucho más distintas de lo que podríamos imaginar. Por ejemplo, tres estrofas de canciones populares y actuales:

 

“Me pillaron diez quinientas

y un peluco marca Omega
con un pincho de cocina en la garganta”

Joaquín Sabina (España) – “Pacto entre caballeros”

 

“y luego miro al pesero que va medio pedo
jugando carreras con los pasajeros ”

Molotov (México) – “Hit me”

 

“No te asustes por lo que te cuento
pero en mi vecindario todo esto es cierto
todos tienen fierros, yuta tiene miedo”

Intoxicados (Argentina) – “Una vela”

 

“Pillar”, “diez quinientas”, “peluco”, “pincho”, “pesero”, “ir medio pedo”, “fierros”, “yuta”. Ocho expresiones distintas en ocho líneas distintas. Y el mismo idioma. El léxico va en franco aumento, y constantemente se buscan crear nuevos códigos para compartir con un grupo más reducido de gente. Mientras que en los distintos países de igual idioma se habla de forma diferente, al interior de las sociedades las divisiones también se hacen cada vez más notorias, con idiolectos divididos por clases, edades, grupos de trabajo y muchos otros.

Entre estudiantes de Medicina, por ejemplo, no hablan de la materia “Patología”; dicen “Pato”. Al decirlo de esa forma no sólo se ahorran 5 letras, sino que se conforman como grupo distintivo del resto, se aúnan en un sentimiento de pertenencia que no los deja solos frente al resto de la sociedad. Casos como este existen millones. Por ejemplo, el clásico lunfardo argentino y tanguero, lleno de palabras deformadas provenientes de napolitanos, gallegos y otros inmigrantes. O, para analizar un caso más específico aun, se puede pensar en la relación entre el lenguaje coloquial argentino y el campo: “sos un grasa / un mala leche / una yegua / un potro” son expresiones directamente derivadas del ámbito en el que vivimos (o en el que habitaron nuestros antepasados). Y nosotros las entendemos porque “estamos curtidos”.

En base a la idea de Jauss que planteamos al principio, sumado a los ejemplos presentados (y a los miles de ejemplos omitidos), podríamos llegar a pensar en un futuro, posiblemente muy lejano, en el que dejemos de hablar todos castellano y en el que la lengua sea “argentino”, “mexicano” o “español” según el caso. Claro, para que esto suceda habría que pensar en un cambio en la forma de crear oraciones, es decir, cambios en la sintaxis y en las estructuras generales, y no solamente en las distintas variantes semánticas, que siempre nos dan lugar a preguntar: ¿qué quiere decir “pincho”?

Y, por supuesto, desde el otro lado tendemos a la universalización del lenguaje, con la incorporación galopante de palabras inglesas y de neologismos derivados de los abruptos cambios tecnológicos. En definitiva, no hace falta hacer futurología, sino simplemente ser capaces de observar qué sucede hoy con nuestra lengua.

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